El domingo 6 de septiembre de 1942, languideciendo el invierno austral, fue detenido en Buenos Aires Jorge Horacio Ballvé Piñero. Un muchacho de familia acomodada y bien situada en la sociedad argentina de apenas 22 años -con la mayoría de edad de la época recién conquistada- al que un entramado militar, político y judicial amalgamado en torno a una logia secreta conocida como GOU (Grupo de Oficiales Unidos) acusó de corrupción de menores y asociación ilícita. Unos cargos que le supondrían años de cárcel, le destrozarían la vida y bloquearían la oportunidad de haberse labrado una carrera artística pionera. Su arado: una lujosa cámara Leica. Su cosecha: una considerable serie de retratos masculinos, con poca ropa o ninguna, en los que capturaba a futbolistas, chóferes, lecheros, acomodadores de cine… y a cadetes del Colegio Militar. Fue esta vertiente castrense la que catalizó su detención y solidificó su tragedia. A Jorge Horacio Ballvé Piñero no solo le mancillaron sus ilusiones. También le arrebataron su ciudad. Cuando años después (cumplida la condena) salió de prisión, la ciudad que había conocido, la que recorría en su Packard, ya se había desvanecido. Buenos Aires había cambiado para siempre.
En Argentina a este episodio en el que se mezcla sexo, política, militares golpistas, fiscales arribistas y espectáculos de revista se le conoció como el «escándalo de los cadetes» y precipitó una persecución homosexual que el dramaturgo y escritor Gonzalo Demaría destripa y explica en las páginas de «Cacería» con la escrupulosidad de un neurocirujano y con el afecto sincero a un hombre, Ballvé Piñero, que pagó con el olvido y el oprobio su osadía.
Porque, aparte de audaz, lo que empezó a hacer Ballvé Piñero en el albor de la década de los 40 del siglo pasado era algo novedoso. Hasta el momento, con el paréntesis de los años 20, el ámbito de la fotografía de desnudos masculinos se circunscribía a la fotografía de modelos para uso de pintores y artistas o a las instantáneas que conformaban las primeras revistas de culturismo, todavía incipientes. Solo George Platt Lynes una década antes, tras su regreso a Nueva York después de su estancia en París (donde también pasó su niñez Ballvé Piñero), había hecho algo parecido en su estudio de la Gran Manzana aunque más elaborado y artístico. George Platt tardaría años en poder exhibir sus fotografías fuera del ámbito de amistades y contactos. Las de Ballvé Piñero siguen presas en instancias judiciales.
Gonzalo Demaría: divinas palabras
Novelista, dramaturgo, compositor, director teatral… La larga lista de oficios a los que aporta su pasión Gonzalo Demaría nos revelan la dimensión artística de un músico forjador de palabras que firma con brillantez la adaptación de los musicales «Chicago» y «Cabaret» para los teatros de Buenos Aires y Madrid, se sumerge en la historia para confeccionar el premiado ensayo «Historia genealógica de los virreyes del Río de la Plata» y nos aboca a la diversión en las obras teatrales que ha compuesto. Hablamos con él a propósito de «Cacería».
Uno de los muchos aciertos de «Cacería» es el carácter documental de la obra y su relato minucioso y pormenorizado. Te sumergiste, durante semanas, entre las 6000 hojas de los expedientes judiciales del «Caso Ballvé» que abren múltiples derivadas (históricas, sociales, médicas…) ¿cómo siendo dramaturgo y escritor frenas tu pulsión por la ficción para acercarnos el escándalo de los cadetes? ¿Tuviste clara esa decisión desde el principio?
Comencé a escribir sobre Ballvé Piñero y sus fotografías malditas con una decisión clara: no sería una novela, porque no había nada que agregar a lo ya barroco del episodio real, ocurrido en la Argentina neutral de la Segunda Guerra y poblado de erotismo, divina decadencia, fiestas aristocráticas, submundos urbanos, teatros de revistas, complots, espías nazis, sargentos bien dotados y transexuales avant la lettre.
Tampoco escribiría un ensayo lleno de notas al pie porque no quería entorpecer la lectura, que sospechaba asombrosa para el lector inocente (yo lo fui de los legajos). Quería que el relato, rigurosamente sacado de los documentos, se leyera como una novela sin serlo. Un par de años antes había exorcizado mis fantasías sobre el fotógrafo que ligaba con jóvenes cadetes del ejército en Juegos de amor y de guerra, obra que se actuó por dos años en Buenos Aires. Ahora, hallados los expedientes, era el tiempo de la verdad pura y dura, de contar al mundo que en mi país hubo una persecución homosexual, cosa que yo mismo ignoraba pero que la causa judicial me reveló para mi espanto.
En compensación, aquellos legajos también me descubrieron la obra de un pionero de la erótica masculina en la fotografía, a la vez que un mártir, Jorge Horacio Ballvé Piñero (1920–1986). Jorge cayó preso apenas cumplida la mayoría de edad, por entonces de 22 años, bajo el cargo de corrupción de menores, justamente.
Había fotografiado a decenas de “levantes”, como él los llamaba, algunos de ellos apenas un año o dos menores que él, pero en todo caso sus contemporáneos al momento de los hechos. Se le investigó, acechó y esperó a que cumpliera la mayoría de edad para caerle encima y colgarle el sambenito de pedófilo, cosa que no era. El verdadero “delito” que se quiso punir no estaba en el Código Penal y ése era el problema: Jorge había seducido a cadetes del ejército nacional, hijos de la patria, y lo había hecho en vísperas de un golpe militar. Cuando se inició en su “manía” de la fotografía, como él la llamaba, y gracias a una cámara Leica regalada por su abuela millonaria, Jorge solo retrataba a boxeadores, futbolistas, choferes, toda gente poco interesante para la justicia. Algunas de esas fotos eran desnudos y todas ellas tenían un epígrafe al dorso, de puño y letra de Ballvé Piñero, con detalles sobre el modelo, la circunstancia del encuentro y una fecha. Son los datos que lo condenaron.
¿Cómo surgió la posibilidad de acceder a los expedientes que llevaban décadas sin poder ser consultados?
La noche de mi última función de aquel espectáculo (Juegos de amor y de guerra), a principios de abril de 2019, tuve una epifanía. Me dije que esto no podía terminar aquí. Que el caso merecía más que una obra de teatro, que yo no había intentado todo lo posible para encontrar los expedientes judiciales que narraban el verdadero drama. De hecho, nadie lo había intentado. Desde un breve ensayo de Juan José Sebreli que apareció en los años 90 hasta la fecha, todos copiaron la poca información contenida en su par de carillas sobre el caso Ballvé. Esa misma semana me comuniqué con un amigo, Diego Recalde, periodista, escritor y cineasta, quien a su vez me contactó con un juez conocido suyo. Después de algunas pistas falsas, este juez (que prefiere el anonimato) dio por fin con los famosos legajos: estaban justo debajo de su escritorio, en el sótano del Palacio de Justicia de Buenos Aires.
¿Cuándo tuviste claro que debajo de esa causa infame emparejada con el golpe militar del GOU de 1943 y disfrazada de corrupción de menores y asociación ilícita, latía la memoria y la reivindicación del legado del fotógrafo Ballvé Piñero?
Leí los dieciocho cuerpos y sus miles de fojas in situ, es decir en el despacho del juzgado que me autorizó la vista. Durante dos meses cumplí el horario de los funcionarios judiciales: de 8 de la mañana a 2 de la tarde, de lunes a viernes. Un feriado, el 1 de mayo, logré el permiso para asistir con el personal de limpieza. No quería perder mi jornada. Es que había entrado en una especie de trance: esas horas y ese medio día escaso eran todo mi día. Salía del juzgado, ubicado en pleno microcentro de la ciudad porteña, como flotando en otro tiempo y espacio, el de mis nuevos amigos, aquellos marginales de los años 40, y contaba las horas para reencontrarme con ellos la mañana siguiente.
Acostumbrado como estoy a la investigación en archivos, nunca había sentido en tal grado esa sensación de viaje al pasado. Las declaraciones de imputados y testigos, aún con su fraseología leguleya, me transportaban a esa Buenos Aires cosmopolita de ochenta años atrás, todavía anterior al peronismo, todavía poderosa. En nueve meses ocurriría el Golpe de Estado de 1943, del cual el coronel Perón fue arquitecto y que en tres años más le habilitaría la presidencia, la primera de tres. Las huellas de esta subtrama política estaban en los expedientes del “caso Ballvé”, también llamado “escándalo de los cadetes”. En efecto, encontré en los legajos las firmas de los dos presidentes de facto que antecedieron a Perón y que le sirvieron en su construcción de poder: los generales Ramírez y Farrell. Ambos aún eran ministros de guerra cuando pidieron al juez de la causa el acceso a la misma, preocupados por la inconveniente mezcolanza de “invertidos” con cadetes de la patria. Haberse atrevido Jorge a acostarse con ellos y, peor aún, a fotografiarlos desnudos o de uniforme, era un acto de subversión. Las fotos de los cadetes fueron quemadas y no se conservan. Las de los proletarios aún existen.
¿Qué sentiste al ver por primera vez las fotos de Jorge Horacio, con sus epígrafes en la parte posterior y esos números con los que la instrucción judicial mancilló su obra?
La obra de Ballvé Piñero está recopilada en el llamado Legajo 2, una especie de álbum reservado con unas doscientas fotografías blanco y negro, impresas sobre papel brillante, de 14 x 8,5 cms. Son todos retratos, en general individuales y en interiores (el piso de soltero de Ballvé Piñero), aunque también hay dúos, tríos y cuartetos así como algunos exteriores (una estancia de campo, las playas de Mar del Plata). Al dorso, los epígrafes autógrafos traen datos sobre los modelos: nombres y a veces apellidos, dónde ligaron, quién estaba presente, etc. La llamo “obra” porque efectivamente lo es. A ochenta años de tomadas las fotografías (la mayoría son de 1941) ya no se las puede considerar pruebas del delito, aunque todavía se las mantenga en su prisión, el archivo del Palacio de Justicia.
Aún llevan y llevarán para siempre la marca infamante de la inquisición, en este caso los números escritos con rotulador sobre los espacios blancos de los retratos, para así poder referir las fotos en el expediente. Pero esta profanación las enaltece, porque el tiempo convirtió dichas marcas en medallas. Como los escupitajos de desprecio contra otro artista convicto, Jean Genet, poeta, ladrón y marica, quien cuenta que transformó los proyectiles de saliva de los jóvenes presidiarios gracias a un simple pensamiento: “Yo esperé rosas”. Los números con rotulador no arruinan las fotos de Ballvé Piñero, sino que transforman la vergüenza de ayer en gloria de hoy.
¿Crees que Ballvé Piñero fue un cabeza de turco accidental o durante esas semanas en las que los altos mandos militares estaban enterados de los devaneos de sus cadetes sin tomar ninguna medida se urdió un contubernio contra él porque reunía en su figura el repóker de subversión insuperable en la época: homosexual impúdico, amante del teatro, asiduo a restaurantes, fotógrafo de desnudos masculinos y corruptor de «los hijos más preciados de la Nación»?
El fiscal que inició el sumario de la “causa Ballvé”, Laureano Landaburu hijo, tenía buen olfato político. Advirtió lo que venía y colaboró con los golpistas (como más tarde, volteado Perón en 1955, colaboraría con los golpistas de los golpistas). Primero procedieron a la detención de los amigos que salían a ligar con Ballvé Piñero, delatados en aquellos imprudentes epígrafes detrás de las fotografías. Estas detenciones incluyeron a una mujer (la bella y enigmática Sonia, modelo de una marca de aceite de cocina y sosias de Lauren Bacall) y justificaron un segundo cargo penal tan absurdo como el primero: asociación ilícita.
El aristocrático fotógrafo y sus amigos de correrías se convirtieron en los chivos expiatorios de la decadencia atribuida a la democracia de la época, ciertamente afectada por elecciones espurias. No contentos con esto, la justicia y el gobierno de facto que sobrevino se lanzaron a cazar homosexuales en general. Así lo demuestran las declaraciones de numerosos testigos sometidos a preguntas humillantes, como quién se acuesta con quién (entre adultos y ya sin importar la mayoría de edad) e indagando incluso si los implicados casados con mujeres practicaban con ellas sexo antinatural o “por la vía equivocada”.
Las detenciones y pedidos de captura se multiplicaron con el correr de los meses y arreciaron con el golpe de junio de 1943. La cosa se agravó todavía más bajo la presidencia del general Ramírez, nazi y antisemita declarado, con cierres de restoranes y cafés frecuentados por inmorales, además de la clausura de diarios, la persecución de comunistas y la quita de la personería jurídica a las instituciones israelitas en la provincia natal del presidente Ramírez, Entre Ríos. Ciertamente el pobre Ballvé Piñero no fue la causa del golpe militar del 43, pero sí su cortina de humo y su excusa.
Otra de las muchas reflexiones que surgen en el curso de la lectura de «Cacería» es apreciar cómo se construye un relato de «orgías, fotografías escandalosas, fiestas inmorales de invertidos…» que realmente no existió. Y cómo el statu quo militar (gubernamental y judicial) lo utiliza como coartada para «sanear» la sociedad. Mientras que lo auténticamente pornográfico es la sentencia del caso con parágrafos innecesariamente explícitos precedidos por una instrucción en la que se pretendía (y en algún caso se consiguió) inspeccionar analmente y detallar el estado del esfínter de los encausados. ¿Cómo ibas digiriendo todos los documentos que ibas leyendo? ¿Cómo sobrellevaste tanta injusticia?
Hay dos cosas que las fotos de Ballvé Piñero no son: ni “artísticas” ni pornográficas. Hay que tener presente que era un fotógrafo amateur y que recién aprendía su oficio cuando lo detuvieron. El valor que tienen sus retratos es superior a una cuestión estética: se trata de un testimonio, de un registro clandestino, tomado del natural y a las apuradas, con todo el encanto que eso conlleva. Como las fotos de su contemporáneo alemán August Sander, más afortunado pero también censurado por los nazis, las de Ballvé Piñero son comentarios sociales, no decorativos. Los cuerpos son naturales, cuerpos de trabajadores y no de culturistas.
Además, registran profesiones y oficios desaparecidos o casi: hay cigarreros, lustrabotas, lecheros, grooms de cine (acomodadores), torpederos. Todo un muestrario antropológico, podría decirse, hoy de enorme valor histórico. En cuanto a la otra cosa que las fotos malditas no son: la pornografía está totalmente ausente de ellas. No hay erecciones, salvo en un caso o dos, las fotos numeradas por la fiscalía como 159 y 169 (esta última del “diarierito José”), lo que hace pensar que fueron dos casos accidentales, si se permite la humorada.
Tampoco existieron en casa de Ballvé Piñero las orgías tan fogoneadas por la prensa nacionalista de la época y fantaseadas por autores y pseudohistoriadores en nuestros días. No: la pornografía está más bien en el propio expediente, prolongado hasta la obscenidad en dieciocho cuerpos llenos de indagaciones del tenor siguiente: “el sodomita le besó todo el cuerpo, le chupó el pene y lo dio vuelta; en esta posición le introdujo el miembro viril en su ano, el cual le sangró porque era la primera vez que hacía tal cosa”, o “se acostaron e hicieron una tortilla formidable”, o incluso “parecés un caballo, qué asunto tenés”.
A este tipo de interrogatorio siguió la examinación anal de los detenidos en la prisión de Villa Devoto, cosa que, para mayor correlación, fue llevada a cabo el mismísimo día en que el general Ramírez asumía la presidencia, el 7 de junio de 1943. Los militares de aquella logia secreta que se llamó GOU habían venido a “sanear” a la nación, y el fiscal Landaburu y todo el aparato judicial lo secundó gustoso. Si me indignó la persecución disfrazada de profilaxis, la injusticia disfrazada de justicia, el deseo convertido en delito, hoy me apena que la obra de Ballvé Piñero (sí, de nuevo: la obra) siga presa en ese archivo, sometida al riesgo de la humedad, las ratas o el robo. Ya lo dije más arriba: no se trata de arte, se trata de un testimonio histórico, antropológico y solo en consecuencia estético. Debiera hacerse público de una vez por todas.
La voz y la mirada
Cacería
Gonzalo Demaría (Editorial Planeta Argentina, 2020)
Enhebrar una historia real a partir de una causa judicial desbrozando periciales, suplicatorios, informes médicos… y acabar hilvanando un relato poliédrico en torno a un fotógrafo incipiente cuya obra podría haber aportado una visión propia al desnudo masculino. Esa es la magnitud del reto de Cacería. Una investigación que tiene todos los elementos para conformar una novela y que, de hecho, se revela como tal pero en el lector. Por nuestra mente se cruzan la Segunda Guerra Mundial, un Buenos Aires donde se vivían los últimos coletazos de libertad a ritmo de jazz, el cotorro (pequeño apartamento para tener encuentros sexuales) de la calle Junín -en ese «barrio tenebroso» donde Borges sitúa el advenimiento del tango-, coristas, chongos, locas, maridos que acuden con sus conquistas masculinas a pasar la tarde en confiterías… Y un protagonista magnético, con sus contradicciones y sus estancias oscuras a quien unas fotografías le truncaron la existencia: Jorge Horacio Ballvé Piñero. Y lo hacen al toque de corneta de Gonzalo Demaría. Con una pormenorizada incursión en todos los detalles de la historia, el dramaturgo porteño taquigrafía el denominado «escándalo de los cadetes» para poner el foco en una persecución homosexual que anticipó un levantamiento militar y remató a una ciudad que ya no volvería a ser la misma. El «Catálogo razonado de las fotografías de Jorge Horacio Ballvé Piñero» que se anexa como apéndice del libro y en el que se describen las fotos de Ballvé Piñero secuestradas por la justicia –Gonzalo Demaría es una de las pocas personas que las han visto- retumba con especial intensidad para convertirse en una adenda emocional de la que no nos podremos desprender jamás.
Claudio Larrea
Fragmentos de un discurso amoroso
No es habitual encontrar personas en la obra fotográfica de Claudio Larrea (Buenos Aires, 1963). Las imágenes que acompañan este artículo y que rememoran las fotografías de Ballvé Piñero son una bella excepción. Pero en ellas se adivina también el sigilo elegante que recorre buena parte de sus instantáneas. El director artístico argentino, con una prolífica carrera en cine y publicidad, vivió durante casi una década en Barcelona y regresó a su ciudad de nacimiento para articular un corpus artístico en el que resuena un canto de amor porteño. Una oda a Buenos Aires canalizada mediante la luz cautivadora de una ciudad infinita. Claudio la retrata con una mirada llena de nostalgia. Pero de nostalgia de futuro. De esa añoranza que el poeta chileno Jorge Teillier definió como la morriña que nos asalta cuando nos damos cuenta de lo que no nos ha pasado pero que debería habernos pasado. Y es que así es Buenos Aires en la lente de Claudio: una ciudad que pudo haber sido muchas cosas. Sus cúpulas, sus vestíbulos, sus escaparates, sus vestigios racionalistas y sus filigranas art déco se arramblan como un todo orgánico en sus series fotográficas. Desde el embrujo arquitectónico de «Argentum Regina» (2019) hasta el juego de espejos con el Berlín de los años 20 de la «República de Waires» (2016).
Una muestra más de la intolerancia hacia el colectivo LGTBQ. ¡No hay que bajar la guardia! Siempre hay que posicionarse a favor de la libertad. ¿Cómo podemos conseguir que esas fotos vean la luz?
Wowwwww!!! Menuda historia. ¿Dónde se puede conseguir el libro en España?
Saludos Carlos. «Cacería» está editado por Planeta en Argentina. Aquí puedes obtener más información sobre cómo adquirirlo en formato epub: https://www.planetadelibros.com/libro-caceria/312511 No obstante, si lo prefieres en formato físico hay varias librerías argentinas con tienda online en las que puedes solicitarlo.